Un Buda en los Himalayas
El Dalai Lama
Por Dharmachari Swami Maitreyananda el Yogacharya Dr Fernando Estevez Griego (1985)

En Delhi hacía demasiado calor, y el viaje desde Rishikesh nos había cansado muchísimo, aunque la experiencia de la meditación me había conmovido. No lograba comprender en forma racional cómo el Swami me había pasado el poder de los mantras en aquella tarde, y una extraña sensación me invadía el cuerpo; ya no era yo, el mismo Yo de antes. El Nada Yoga (Yoga de la música) se había metido en mí de una forma mística y súbita: la leyenda de los Siddhas era una realidad.
Y mis ojos cerrados al descuido durante el día se abrieron en plena noche, no sé cuántas horas había estado meditando, no había noción exacta del tiempo.
El Himalaya me parecía un extraño planeta que me recordaba a Sukavasthi y al cielo de Tushita. Pero estaba en plena India, un lugar de la Tierra que para los propios terrícolas es otro planeta. En este lugar el tiempo se detiene y la vida no importa más que una tarde a punto de hacerse noche estrellada. Pero la noticia de que el Dalai Lama estaba en Mcleodganj fue suficiente para dirigirnos hacia allá.
Tal vez fue el cansancio o la experiencia tan cercana a la muerte que cambió mi vida, pude tocarla otra vez y saber que quería a esta gente, a este mundo, porque ya me había convertido en parte de él. Aquí, la nave era un ómnibus que poseía video pero, extraña-mente, no contaba con bocina sino con una especie de guarda improvisado que graciosamente tocaba un pitillo parecido al de un árbitro de fútbol. El problema casi angustiante era que a veces no podía ser oído por los otros conductores que bajaban por las carreteras a gran velocidad, mientras los imponentes precipicios de las montañas del Himalaya me mostraban cuán pequeño era.
Solía mirar de vez en cuando las alturas y los riscos que se dibujaban a mis pies, y la velocidad del vehículo me hacía temer que pudiera suceder algún accidente, lo que en realidad pasó. La rueda posterior del ómnibus quedó en el aire, suspendida como si fuera un globo que se negaba a bajar, por suerte, pues casi caímos en el precipicio, aunque la pericia de los conductores salvó el trance.
Pocos kilómetros más adelante mientras ciertas nubes pasaban debajo de nosotros, una vaca se interpuso en la carretera para no moverse; creo que mi prisa era mucha, pues bajé del ómnibus y corrí al pobre animal con buenos modos.
A la llegada a Dharamsala aproveché para tomar un chai, una especie de té indio pero con jengibre que me permitió reponerme. Subí hacia Mcleodganj, la ciudad donde residen los principales Lamas y el Gobierno Tibetano en el Exilio junto con Su Santidad el XIV Dalai Lama.
Mcleodganj es un pueblo pequeño con dos calles centrales que duerme en la cima de una montaña cuyo nombre no recuerdo. A los pocos días estaba vestido con las ropas tibetanas que me resultaban muy cómodas.
Recordaba mi niñez y los discípulos del loco Lama que me predijo mi estadía en esta parte del mundo, mi vida y estos 22 años después.
Todo aquello era realidad; la fantasía había dejado de ser un sueño: hoy se vestía de verdad y las palabras dichas hace tanto tiempo hoy cobraban valor, y podían ser entendidas. Pero cómo explicarlo si la vivencia es intransferible.
"No lo creo", me dijo el monje de la librería tibetana.
"¿Qué dijo?", le pregunté al intérprete.
"Que no le cree, que es mejor que venga mañana a la meditación." ¿Podía este hombre saber lo que pienso?
Todo había perdido el punto de relación y ahí la cabeza estalla abriéndose a todo el universo, y Dios es una palabra tan sólo, que yo llamo Tao y que el Tao sea, sentí entonces. Caminé con ella de la mano por las calles, pero algo en mí se estaba muriendo para siempre y tenía muchas ganas de llorar, mientras en el templo que estaba encima de nuestras habitaciones los dhanaris sonaban al compás de una música que me hacía acordar al carnaval y al Dios Momo. ¿Quieres un momo? me preguntó una tibetana poco después. Y yo no salía de mi sorpresa; sí le dije casi sin darme cuenta, aunque de inmediato pregunté: ¿Qué es un Momo? "Una comida típica tibetana" me con-testó. Bueno, la casualidad no existe, pensé, todo es causalidad.
En este pueblo, luego de las meditaciones todos nos reuníamos en el bar de la esquina donde los tibetanos disfrutan casi siempre una cerveza tibetana. El Om Mani Padme Hum era entonado, o molinillos automáticos, y hasta a pila, daban vueltas para elevar en cada giro una oración a los Boddhisattvas del Tiempo.
Dialogué con viejos, con los jóvenes, con líderes del Congreso Tibetano en el Exilio y entendí perfectamente que la religión y la política son una única y misma cosa para los seres humanos.
Luego de unos días y de realizar ciertos estudios bajé unos metros hasta la Biblioteca Tibetana para realizar algunas traducciones. Ahí es donde están guardados varios tratados importantísimos del Tantra y del Buddha Dharma (buddhismo). Mi guía (Lama) de turno me enseñaba meditación en la biblioteca, mientras los leprosos se agrupaban a las orillas de los caminos, viviendo su tragedia y esperando un gesto.
Pero aún estaba muy mal física-mente, a causa de una enfermedad que me había hecho adelgazar varios kilos en Rishikesh. Ese día, en lugar de ir al hospital del Dalai Lama y tratarme con medicina occidental fui directamente a la casa del Lama Donen, un médico tibetano que había sido médico personal de Su Santidad. Entré en su casa y dos médicos ingleses me preguntaron que me pasaba. Cuando iba a comenzar a explicarles lo que me sucedía entró el Lama Donen, me palmeó la espalda, me miró los ojos, me pidió que orinara en un vaso, olió luego el orín, me palpó la vesícula biliar, el abdomen, y le dijo al médico inglés: "Estoy seguro de que el padre debe haber tenido problemas hepáticos"; el médico inglés me hizo la traducción y le comenté que sí. Casi sin quererlo me fue diciendo toda mi vida, sin que yo atinara a contarle mis síntomas; esto me hizo confiar en este hombre. Mientras me tomaba el pulso de una forma diferente de la que alguna vez había yo aprendido cuando estudiaba medicina, me recetó ciertas bolitas
de yerbas que, entre muy saladas y amargas, terminaron con mis dolencias para siempre. Nunca voy a olvidar a aquel hombre en mi vida entera. Antes de conocerlo yo no podía tomar chocolate, café, naranja etc.. Hoy puedo comer de estas cosas grandes cantidades.
Días después fui a la casa de Su Santidad el Dalai Lama acompañado por Mataji Paia. Un guardia indio, con un extraño casco sobre la cabeza, hacía las veces de guardia real. Luego llegamos al hall donde Dalai Lama nos recibió muy cordialmente. Dentro de esa habitación y mientras conversamos por un espacio de tiempo, su santidad me hablaba tomándome constantemente la mano entre las suyas. Una calidez especial, una cordura sobresaliente y un hombre moderno actualizado es la imagen que nos regaló esta, "la última reencarnación del Boddhisatva Avilostesvara", conocida como Dalai Lama. El me regaló algunos libros suyos.
Entre el humo del té caliente que me hacía acordar los diferentes dojos de mis prácticas de Zen y las ceremonias continuas la tarde pasaba, y en mí no existía la mínima posibilidad de dejar los Himalayas.
Sin embargo, una extraña experiencia me obligó a volver al Sur donde había nacido, luego de tomar los votos e iniciación de Boddhisattva.

Dharmachari Swami Maitreyananda fue inciado en la escuela Gelupa por el geshe Lobsang Tulsrin, recibió las bendiciones de Lama Donen y fue invitado por SuSantidad el Dalai Lama para tener una entrevista personal y recibir su bendición a su residencia particular en Mc Cleo Ganj encima de Dharmasala, en los Himalayas donde reside el gobierno en Exilio del Tibet. Las fotos de este encuentro han sido sacadas por Swamini Dayananda, presidente de la Federación Internacional de Yoga. Dharmchari Swami Maitreyananda visito varios veces Dharmasala estudiando meditación y budismo en la Libreria Tibetana.